Hace unos días, la Unión Ciclista Internacional anunció la sanción definitiva impuesta a la ciclista Femke VAN DEN DRIESSCHE por “dopaje mecánico”, considerado como una infracción muy grave en los artículos 1.3.010 (propulsión ilegal) y 12.1.013 bis del Reglamento UCI, que define el fraude tecnológico como la presencia o el uso, en el contexto de una competición, de una bicicleta que no se impulsa únicamente a través de una cadena y gracias al movimiento circular de las piernas del ciclista, sino que para ello utiliza además alguna asistencia eléctrica.

A simple vista, este precepto concuerda con el principio de responsabilidad objetiva del Código Mundial Antidopaje respecto a la presencia de sustancias prohibidas en el organismo de un deportista. Al igual que la mera presencia de una sustancia ilegal en la muestra de un deportista constituye una infracción de la normativa por dopaje, llamémosle “fisiológico”, la mera presencia de un motor o mecanismo similar en una bicicleta de competición produce una sanción automática para el ciclista y/o su equipo, no debiéndose demostrar la intención concreta de adulterar la competición, ya que la sola existencia objetiva de cualquiera de estos hechos en el ámbito del deporte ya implica por sí misma una trampa prohibida que debe ser sancionada.

Sin embargo, fundamentándose ambos comportamientos en el mismo principio, ¿qué se considera más grave y por qué, el dopaje tecnológico o el dopaje fisiológico?

Según la nota de prensa oficial emitida por la UCI, la ciclista ha sido sancionada con un periodo de suspensión de 6 años, hasta el día 10 de octubre de 2021, lo que para un deportista sub-23 implica volver a la competición, como muy pronto, a la edad de 29 o 30 años. A todos los efectos, la carrera profesional de esta ciclista puede haber terminado el mismo día en el que decidió beneficiarse ilegalmente de un motor eléctrico en una competición oficial.

¿Resulta proporcional esta sanción? Echando la vista atrás, y comparando de nuevo el dopaje mecánico con el dopaje fisiológico, cabe recordar que el Movimiento Antidopaje, formado por la AMA, el movimiento deportivo y los gobiernos de los países signatarios, tardó 12 años en introducir en el Código una sanción estándar de 4 años para conductas especialmente graves de dopaje (EPO, hGH, anabolizantes, transfusiones sanguíneas…), mientras que en los primeros Códigos (2003 y 2009), hasta el dopaje más grave se sancionaba únicamente con un periodo de suspensión de 2 añostres veces menor que la sanción aplicable al dopaje mecánico.

Por alguna razón, la normativa relativa al dopaje fisiológico siempre se ha visto sometida a ciertas críticas por su dureza, llegando a decirse que afectaba desproporcionalmente a los derechos fundamentales de los deportistas, cuando el efecto y el propósito de las sanciones impuestas en los ámbitos del dopaje fisiológico y mecánico son los mismos: apartar de la competición al deportista que hace trampas.

La política antidopaje ha debido ser tan sensible a este asunto que, con anterioridad a la redacción definitiva de la última versión del Código (2015), la AMA solicitó un informe, elaborado por Jean-Paul COSTA (presidente de la Corte Europea de Derechos Humanos durante 13 años) sobre la proporcionalidad de las sanciones de 4 años. Sólo tras este informe positivo se admitió el incremento de las sanciones por dopaje en el nuevo Código, una demanda que especialmente procedía de los deportistas que se posicionan expresamente contra el dopaje en el deporte que practican.

Por el contrario, tales reservas o limitaciones parecen no existir respecto a otro tipo de infracciones que ponen en grave riesgo la integridad de las competiciones deportivas, como es el fraude tecnológico en el ciclismo. En este ámbito, ya en la primera decisión de la UCI con gran repercusión mediática, se ha impuesto una sanción de 6 años de duración. Un mensaje claro y rotundo contra una práctica claramente rechazable en el deporte de competición, pero ¿por qué se considera, en término de sanciones, más grave el fraude tecnológico que el dopaje fisiológico? Para tratar de encontrar una respuesta, podemos recurrir al concepto que conecta directamente a este tipo de prácticas prohibidas: la manipulación de la competición deportiva.

En atención a las sanciones previstas en uno y otro caso, es razonable pensar que se ha considerado que el dopaje mecánico altera o corrompe la competición en mayor medida que el dopaje fisiológico, aunque la trampa en ambos casos responde a la misma práctica: la adulteración del motor que mueve al deportista para conseguir una ventaja ilícita sobre los competidores.

doping

Quizás también se pueda interpretar esta diferencia respecto al régimen sancionador aplicable recurriendo a un concepto penal de gran tradición en el Derecho: la alevosía, es decir, la utilización por parte del infractor de todas las circunstancias que le permitan asegurarse el éxito de su conducta. Aplicado a este debate, esto implicaría que se ha considerado que el dopaje mecánico es más alevoso, esto es, que permite asegurar la victoria con un mayor ratio de éxito, que la adulteración de la competición es mayor cuando un deportista utiliza un motor ilegal que cuando consume sustancias o utiliza métodos prohibidos y, en definitiva, que el dopaje mecánico es más efectivo o más influyente en el resultado final que el dopaje fisiológico.

Al margen de debates específicos sobre qué porcentaje de mejora se consigue gracias a un método y a otro, lo que está claro es que el dopaje fisiológico, utilizado de forma continuada en el tiempo dentro de una planificación, que es como normalmente se usa, provoca unos beneficios que no desaparecen del organismo del deportista de forma inmediata. El dopaje fisiológico no afecta únicamente a una competición concreta, como puede pasar con el dopaje mecánico, sino que produce unas mejoras durante el entrenamiento que tienen un efecto trascendental en todas las competiciones en las que participa el deportista, incluso aunque la ingesta se haya detenido anticipadamente para evitar a propósito su detección en un control en competición. Desde esta perspectiva, se abre aún más el debate sobre qué conducta es más alevosa, más tramposa o más artificial, cuál de estas infracciones supone una amenaza más grave para la integridad del deporte y, en conclusión, si todo fraude deportivo debe sancionarse con la misma rotundidad, o verdaderamente el dopaje fisiológico debe considerarse como una conducta más admisible en el deporte, mereciéndose un tratamiento más laxo.

Otra posible explicación se puede encontrar en la necesidad de armonizar la normativa antidopaje en todos los deportes y en todos los países del mundo. Este principio de universalidad ha llevado a los gobiernos y al movimiento deportivo a aceptar el Código como norma modelo que inspira, de forma casi refleja, todas las legislaciones nacionales y reglamentos de las Federaciones Internacionales. Según las reglas de cumplimiento de la Agencia Mundial Antidopaje, el artículo 10 del Código, que es el que prevé las sanciones por dopaje, debe ser implementado por las Organizaciones Antidopaje sin introducir cambios sustanciales, lo que provoca que las Federaciones Internacionales, como la UCI, deban tratar el dopaje como una problemática propia e independiente, y no dentro del concepto general de fraude a la competición, como así se considera el dopaje mecánico.

Por supuesto, el debate respecto a los periodos de suspensión en materia de dopaje es ilimitado, y todo ello sin entrar a valorar la imposición de sanciones pecuniarias (18.000 euros por dopaje mecánico; mientras que el dopaje fisiológico, por ejemplo en España, se limita a una cuantía entre 3.000 y 12.000 euros).

Sin embargo, lo que verdaderamente merece una reflexión más detenida son las enormes reservas que se tienen en cuenta a la hora de fijar las sanciones por dopaje, mientras que las sanciones deportivas previstas en otros ámbitos en los que se da la trampa de igual forma, precisamente por la amenaza que producen contra el deporte de competición, no se someten a ningún cuestionamiento jurídico ni ético, sino todo lo contrario, se alienta su ejemplaridad. En este caso, toda la comunidad ciclista ha asumido de manera natural que el dopaje mecánico, entendido como un fraude inadmisible, debe ser castigado con la mayor contundencia posible, lo cual debe facilitar la adopción de una posición en el ciclismo igual de rotunda contra el dopaje fisiológico.

En conclusión, el dopaje fisiológico, entendido como la utilización de sustancias y métodos prohibidos para incrementar artificialmente el rendimiento del deportista, alterar los resultados de la competición y asegurar el logro de un resultado beneficioso por medios ilícitos, también supone un fraude contra el que se debe luchar con la misma contundencia que se aplaude y se defiende en otros ámbitos de la corrupción deportiva.

SOBRE EL AUTOR

AYBAlberto Yelmo es investigador pre-doctoral por la Universidad Católica de Valencia en materia de lucha contra el dopaje y docente en el Instituto Superior de Estudios Psicológicos.