El debate sobre si es adecuado o no el uso de medicamentos por parte de deportistas para conseguir más éxito y mejores marcas viene de antiguo.
La idea retrógrada de reducir todo a la consecución de la victoria, justifica el ‘todo vale’, dejándonos por el camino los valores esenciales del deporte y otros aspectos que, en ocasiones, una vez perdidos no se recuperan jamás, como la salud de los deportistas.
Ya en la década de los años sesenta las cuestiones que se planteaban no se referían a la ética o moralidad del empleo de medicamentos, sino que se hablaba sobre qué medicamentos eran los más eficaces para aumentar el rendimiento atlético o sobre cuáles podían pasar inadvertidos en los controles de dopaje.
Incluso en aquella época se distinguían dos categorías de medicamentos. Por un lado aquellos que facilitaban al deportista la práctica en ‘condiciones normales’ contrarrestado el efecto de una lesión o el estado de nerviosismo ante la competición (como antiinflamatorios o tranquilizantes) y por otro aquellos medicamentos que estimulaban la realización del ejercicio más allá de sus capacidades naturales (como los esteroides anabolizantes o los estimulantes).
Aquella forma de pensar de entonces, que hoy en día escandaliza a la opinión pública, como el reciente caso del dopaje de Estado en el deporte ruso, inexplicablemente sigue teniendo adeptos.
La idea de que el uso de medicamentos para la mejora del rendimiento no representa un peligro para el deportista si está supervisado por un médico y si se trata de medicamentos autorizados no se sostiene de ninguna manera, ni desde el punto de vista legal, ni ético ni científico.
Por los mismos motivos que nos causaría espanto que un médico recetase somníferos a un bebé para que no diera malas noches, o que un médico de empresa prescribiese estimulantes a los operarios de una cadena de montaje para aumentar su concentración, nos debe indignar el uso de medicamentos para aumentar el rendimiento en deportistas.
Los medicamentos están diseñados y autorizados para tratar enfermedades o para minimizar los efectos negativos de éstas en nuestra salud.
Salvaguardar la seguridad del paciente es el primer requisito a cumplir en materia de medicamentos como así está establecido por la Organización Mundial de la Salud y por la legislación de todos los países desarrollados. Por ello, en cada eslabón de la cadena legal establecida en el uso de los medicamentos se garantiza por encima de todo la seguridad del paciente. De esta forma, antes de la comercialización de un medicamento se realizan ensayos clínicos, previamente autorizados, para comprobar su eficacia y su seguridad.
Más tarde, a los laboratorios farmacéuticos se les exige, de acuerdo con directrices de la Comisión Europea, el cumplimiento de las normas de correcta fabricación para asegurar que se elaboran con la debida calidad para el uso al que están destinados.
De la misma forma, una vez elaborados, a las entidades de distribución de medicamentos se les exige el cumplimiento de las normas correctas de distribución para asegurar, entre otras cosas, el correcto transporte en frío hasta las farmacias, la prevención de la entrada de medicamentos falsificados en el mercado o garantizar la localización y retirada de lotes de medicamentos defectuosos.
Una vez en las farmacias, se controla la correcta dispensación de los mismos como por ejemplo la exigencia de receta médica o la prevención de sobredosificaciones o contraindicaciones.
Otro eslabón de la cadena es la prescripción de medicamentos por los médicos cuya libertad está limitada por la legislación. Sólo pueden recetar medicamentos para tratar aquellas enfermedades para las que su uso está autorizado. Pero el control de la protección de la salud de los ciudadanos no se acaba ahí. Una vez que los medicamentos están en el mercado, se vigila la aparición de reacciones adversas a través de la farmacovigilancia y en caso necesario, se puede llegar a revocar la autorización de un medicamento por motivos de seguridad o bien establecer limitaciones en su utilización.
Los Estados destinan importantes recursos para la salvaguardia de la salud de las personas. Los sistemas sanitarios y los profesionales que los integran velan por el cumplimiento del derecho de los ciudadanos a la protección de su salud.
Entonces, en este punto surgen algunas preguntas:
Si nuestro sistema garantiza la protección de la salud para todos, ¿queremos protección para la salud de los deportistas? La respuesta es sí, para todos ellos, para los que practican deporte por diversión o acuden a gimnasios y también para los deportistas profesionales y de élite.
¿Sería legal, ético y razonable que un médico o el entorno de un deportista, incluso sin el consentimiento de éste, le faciliten medicamentos o métodos prohibidos para conseguir éxitos? Obviamente no lo sería.
Es más, la prescripción, dispensación o administración de medicamentos sin motivos terapéuticos para el aumento del rendimiento físico, a todo tipo de deportistas, supone un delito, el delito de dopaje, por poner en riesgo su salud al consumir fármacos que están autorizados para enfermedades que no tienen.
¿A qué conclusión llegamos? A una muy sencilla: no debemos privar a los deportistas de un derecho de todos los individuos de nuestra sociedad y sería inadmisible conculcar a los deportistas principios de protección de la salud de los que disfrutan el resto de los ciudadanos.
Si a los deportistas no se les aplican los mismos estándares de defensa de la salud de los que goza el resto de la sociedad, entonces les estaríamos convirtiendo en ciudadanos de segunda.
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