Decía el profesor Fernández Galiano en su extraordinario Manual de Derecho Natural que, en sentido amplio, podía afirmarse que un ordenamiento positivo infringía el derecho natural cuando en el mismo se contienen preceptos inconciliables, no ya solo con las tendencia de la naturaleza humana, sino con cualquiera de estas realidades que el hombre se encuentra dadas y de las que no puede prescindir. 

Para Cicerón, la desobediencia de este «orden de la existencia» hace que el hombre huya de si mismo y, abjurando de la naturaleza humana, sufra por ello las mayores penas.

En este orden natural hay muchas cosas que están por encima del deporte, de la justicia deportiva y, naturalmente, de todo lo que aproxima el deporte a cualquier cosa que no sea la filosofía de vida, la exaltación y combinación en un todo equilibrado de las cualidades del cuerpo, la voluntad y la mente y del respeto a de los principios éticos fundamentales universales, de las que habla la propia Carta Olímpica. De aquellas,  la mas principal, y por lo que ahora nos ocupa, es quizás la dignidad de las personas; esa dignidad que comporta el derecho que tiene cada ser humano, de ser respetado y valorado como ser individual y social, con sus características y condiciones particulares, por el solo hecho de ser persona.

Caster Semenya es ante todo un ser humano, es mucho más que un producto comercial o una deportista de éxito. Recordaba Ángel Cruz  hace unos años un recopilatorio de algunas de las frases en las que se ha cimentado el estigma machista que ha afeado la figura del Baron de Cubertain.

En una de ellas dirá:   “Estimamos que los Juegos deben estar reservados a los hombres. ¿Es posible aceptar que las mujeres participen en todas las pruebas? No. Entonces ¿por qué autorizarlas a hacerlo en algunas y prohibirlas en otras?”.

Además de ser palabras premonitorias de a lo que hoy asistimos, no deja de ser paradigmático que el movimiento deportivo aún no sea capaz de sacudirse ese polvo rancio que denigra no solo a una mujer sino a todo ser humano. A toda la especie. Caster tiene derecho a ser Caster y la dignidad de ser Caster.

Y  qué los demás la tratemos como a un ser humano digno, a quien la naturaleza hizo así. De eso se trata. El laudo del TAS va a obligar a Caster a hacer lo que en otros castigamos: modificar artificialmente su naturaleza. De veras que pienso que el ser humano a veces pierde la conciencia de sí mismo.

El laudo considera que las normas de la Federación Internacional de Atletismo para regular la participación de mujeres con Desarrollo Sexual Diferente son “discriminatorias” y aun así “necesarias, razonables y proporcionadas”, pero ¿para qué y para quien son necesarias?, ¿Qué razón puede soportar el rechazo a lo que la naturaleza hizo así? ¿Con qué puede medirse o proporcionarse la dignidad de un ser humano? Dirán que en el derecho de otros, en la igualdad de condiciones, … sobre esto ya se ha escrito mucho estos días. Yo, sinceramente, no soy capaz de encontrar esa  medida.

En la obra «El hombre mediocre» se dice que así como los pueblos sin dignidad son rebaños, los individuos sin ella son esclavos.

Si estas reglas no se corrigen, no tengo duda que cuando echemos la vista atrás, sentiremos la vergüenza de tener que explicar que en el mismo siglo en el que se empezaron a reconocer los derechos sociales y humanos para la identidad de genero, a algunos de ellos les robamos su dignidad y los convertimos en esclavos, y esa será nuestra mayor pena que auguraba Cicerón. 

Agustin González González.
Responsable Jurídico de la AEPSAD